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© Fernando Maldonado: "El viaje" |
Por Fernando Maldonado
Dueño de un sugestivo universo pictórico, que nos regala con la sensación de estar soñando con los ojos abiertos, Fernando Maldonado, pintor bogotano, miembro del comité de redacción de Con-fabulación, y amigo personalísimo de nuestro caricaturista Maldoror, relata en este pequeño texto algunas de las peripecias, travesías, dudas y develamientos que habitan a un auténtico artista. El trabajo fue leído en uno de los talleres de Renata, que se llevan a cabo semanalmente en el Centro Cultural García Márquez de Bogotá.
La conciencia se ramifica en imaginarias dimensiones interiores, a las cuales asignamos nombres tomados del anhelo de eternidad que nos obnubila y obsesiona.
Alma, espiritualmente, subconsciente, etc, son términos inventados para soportar la lucidez que impone el vacío. Todos estos términos se contraponen a nuestro cuerpo en una dualidad que confieso no tener.
El monismo puede resultar difícil de asumir, pero siento que de poco o de nada sirve vivir de una falsa ilusión de eternidad, aún si ésta hace parte de un complejo grupo de indicios conectados por la ciencia en alguna teoría cuántica.
¿Por qué convocar en este texto temas polémicos como éste del más allá? ¿Acaso los procesos creativos del arte merecen semejante despliegue?
Creo que la consciencia de la muerte, es el resorte más poderoso para desencadenar la creatividad. Pero esto no basta. Hay que dar el paso siguiente y tener en claro que no se trata sólo de morir, sino de desaparecer completamente.
Actuar en el vacío supone entender que nada cambiará con la acción, con el movimiento, con el hacer. En el fondo da igual si dedicamos toda nuestra voluntad a crear o si nos sentamos a esperar el final.
En este sentido me regocija enormemente haber vivido en una época que nos muestra con nitidez el tamaño probable del universo y nuestra verdadera dimensión dentro de él.
Esta toma de consciencia pasó literalmente por el quirófano.
A los trece o catorce años sufrí dos crisis nerviosas. El estado de inconsciencia fue tan absoluto que esas horas son un intervalo total, sin recuerdos, sin imágenes de sueño ni nada parecido. Como apagar la luz en medio de una noche oscura. Cuando desperté estaba en urgencias. Muchos sabemos lo que eso significa. El diagnóstico fue simple. Una especie de cortocircuito leve en las conexiones neuronales que podía ser tratado con medicamentos. Pensé en el fantasma de la epilepsia agazapado en alguna circunvolución de mi cerebro. La otra solución complementaria era extraer las amígdalas.
Se programó la cirugía y allí estaba en la noche internado en la clínica en proceso de preparación leyendo el libro que mi madre me había regalado unas semanas atrás:
“Crimen y castigo”. No está de más recordar al auditorio que Dostoyevski era epiléptico. Esa noche previsiblemente no dormí. A la mañana siguiente el quirófano me aguardaba. Nada fue igual después de esos días; entre otras cosas, quedó muy claro que debía escoger un mejor momento para leer a Dostoyevski. Me recuperé del todo y las crisis nerviosas desaparecieron, pero la experiencia me dejó un raro transfondo. La anestesia era igual a la inconsciencia total de las crisis nerviosas. Era el “no ser” absoluto.
Sin sospecharlo, los quirófanos me aguardaban otras cuatro veces más, en etapas muy diversas de mi vida. Nada como una cirugía para motivar la reflexión total y tratar de negociar un poco más de tiempo con lo abstracto. Porque esa es la sensación latente. Me sentía como el comediante en la bella película de Bob Fosse “All that jazz”, implorando cobardemente por unos años más de vida. Debo estar exagerando un poco, pero algo así pasaba por mi mente.
Hace varios años, cuando el Papa de ese entonces, Paulo VI, fue abordado por un grupo de periodistas y le preguntaron por qué nunca reía, respondió impasible: “¿Acaso hay algo de que reír?”
Es una respuesta lúcida, en mi humilde concepto. Sobre todo viniendo de un representante de Dios. Sin embargo el otro perfil que se asoma a ésta respuesta es su antípoda. Porque la risa se justifica más que nunca, ya que el final es el mismo para todos nosotros. Esa es la parte en que me encuentro más a gusto cuando hablo con el huidizo caricaturista Maldoror.
Cuando inicio mi labor en el taller, suelo tener unos cuantos libros de arte a la mano. Son los fetiches a los que acudo para invocar alguna ayuda. Una de las imágenes que más contemplo es una bella foto tomada por el telescopio Hubble, de la Galaxia del Sombrero. Está a 28 millones de años luz de nosotros y se despliega por espacio de unos 50.000 años luz. En su centro con forma de hemisferio, un agujero negro equivalente a 1.000 millones de soles brilla majestuoso. Me conmueve considerablemente observar esa fotografía y saber que lo que veo ha viajado 28 millones de años luz. Contemplo el pasado en dimensiones de tiempo gigantescas y mucho antes de la aparición del género humano. Paradojas como aquella de saber que el borde de un agujero negro brilla como mil millones de soles o la más reciente que considera que toda la materia visible del universo es apenas el 4% del total existente, de modo que el 96% restante es “materia y energía oscura”, son evidencias científicas que rayan en lo poético. La oscuridad es entonces la fuerza que prevalece en el cosmos, pero por la misma razón la luz adquiere tal intensidad.
Tal vez habitar en los bordes del vacío es hacer arte. Tal vez por eso parece importante hacerlo como la terca maniobra del que se empeña en avanzar a contravía.
Dedico toda mi energía a ese intento absurdo y de allí obtengo sus postulados. A estas alturas de la vida lo único que no tengo es tiempo y esa certeza es el primer impulso para sentarme a trabajar. Antes pensaba que mis procesos creativos se cifraban en el tema o en la forma. Hubo un tiempo en el que creía estar contando historias o sueños. Y claro, las pinturas y dibujos de esos años parecían reflejarlo. Después revisé mis propios métodos y descubrí que aún vagaba por la superficie de algo que no quería reconocer. A lo mejor era necesario haber llegado a este punto. Es probable que no estuviera listo para admitir mi propia superficialidad. En este punto habría respondido que la literatura, la poesía y el cine eran mis fuentes, los puntales del trabajo creativo.
Pero la revisión me mostró que las influencias externas no sirven de mucho si no las digerimos del todo. El origen de algunas buenas obras, muy pocas, está en el trabajo de otros que nos precedieron, aquellos que buscamos emular y lo entendemos si vemos que detrás está el mismo miedo al vacío.
Hoy no creo que pueda llegar muy lejos, pero de algún modo siento que avanzo hacia un estado de consciencia en el que ya no importa el tema, ni la forma. Sólo cuenta el problema de cómo enfrento la disolución en la nada. De ese modo tarde o temprano un reflejo de todo ello podrá ser captado y a lo mejor, compartido por los que lo ven.
Entretanto acumulo intentos que se ven como obras terminadas.